Limónov: "HISTORIA DE UN GRANUJA"

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                       HISTORIA DE UN GRANUJA 

 

Los judíos en la URSS, las instituciones psiquiátricas, la juventud, las vanguardias artísticas, la mafia, el aparato del PCUS... desfilan por esta novela que nos presenta una visión insólita de la Unión Soviética durante los años que siguieron a la destitución de Jruschov.

En su peculiar estilo desenfadado, ácido e irónico —como en su anterior entrega, Historia de un servidor, sobre su etapa neoyorquina—, Eduard Limónov nos relata el proceso de transformación que condujo al joven proletario Eduard Savenko desde el taller de fundición de la fábrica "La hoz y el martillo" hasta la alcoba de Anna Rubinshtein, su particular Madame Récamier, a cuyo lado se convirtió en el poeta Limónov, pasando a engrosar la variopinta patulea de parásitos que componían la bohemia de Járkov en la Ucrania soviética.

 

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4 Capítulos
del libro (de 46 capítulos)

Capítulo 9

 

Empezó a confeccionar pantalones por culpa de Anna. Un día que tenía una cita con la mujer judía se presentó vistiendo unos vaqueros de pinzas de tela de color caqui. Los vaqueros de pinzas estaban muy de moda en Járkov aquel invierno de 1964-65.


— ¡Qué pantalones tan estupendos, Ed!— exclamó haciendo un gesto de aprobación Anna Moiséievna —. ¿Quién te los ha hecho?
— Yo los he hecho — mintió Edward, resolviendo al mismo tiempo sus problemas financieros de los diez años siguientes.
— No tenía ni idea de que supieras coser — Anna estaba verdaderamente impresionada.

En aquellos tiempos todavía no lo tomaba suficientemente en serio. Todo esto sucedió antes de que el muchacho fuera a verla a Alushta, el balneario femenino a donde Anna Moiséievna decidió ir a descansar por unos días de Járkov y de sus problemas; antes de acostarse juntos y, por supuesto, antes de que Ed se instalara en la habitación de Anna para quedarse a vivir con la familia judía como hijo adoptivo.

Todo esto sucedió antes de nuestra era. Por aquel entonces Ed y Anna eran simples amigos. Casi todas las tardes iba a casa de Anna Moiséievna, se sentaba en un rincón y permanecía callado la mayor parte del tiempo, mirando a los invitados con ojos inocentes y maravillados de jovenobrero-delincuente.

Si se callaba era porque no tenía nada que decir; no se sabía los nombres de los pintores, los escritores o los poetas famosos, ya fueran de Rusia o de cualquier otra parte del mundo; no se había formado ninguna opinión sobre los poemas de Pasternak, muy de moda por aquel entonces… ¡Ah! Y ni siquiera sabía quién era Van Gogh: necesitó varios meses para dejar de confundirlo con Gauguin y un mes más para aclararse de a quién pertenecía la oreja cortada.


No obstante, a pesar de la confusión y la vergüenza en que lo sumía su forzado silencio, el librero volvía obstinadamente todas las tardes a la habitación de Anna llevando siempre consigo algunas botellas de oporto. El vino lo ayudaba.

Durante aquel otoño todas las tardes hubo discusiones, lecturas de poemas, velas y oporto en la plaza Tevélev número 19. Bebía en compañía de Anna, Vika Kulíguina y Tólik Kuliguin, el ex marido de Vika. El librero, que estaba evolucionando, abandonó muy gustoso el blanco seco por el oporto.


Desde nuestra perspectiva actual, la conducta del joven obrero Sávenko, contemplada a través de la espesa capa del tiempo, no puede por menos de suscitar la admiración por su enorme determinación intuitiva.

Si bien no llegaba a comprender su necesidad de Anna y de toda esa gente, incomprensible para él, que muchas veces le parecían cómicos y poco naturales, su fuerte instinto le susurraba: «Quédate. Esto es lo que tú necesitas. Éste es tu sitio. Quédate. Son ellos. Ellos son los que buscabas sin éxito por las fábricas, los mercados y los caminos de Crimea, el Cáucaso y Asia. Quédate, permanece callado e instrúyete». Y así lo hizo. Ignorando las burlas y la compasión no deseada.

El más sarcástico de todos era el caballuno Misha Básov, de quien más de una vez el librero pudo percibir sus irónicas miradas.
Los pantalones… Al cabo de unos diez días Anna le pidió de repente:


— Oye, Ed, ¿podrías hacer unos pantalones para un amigo mío? Está flaco como un palo, y la mercancía soviética le cuelga como un saco. Es el novio de mi amiga Zhenia, y a ella le gustaría que Záiats tuviera un aspecto más atractivo. ¿Se los harás?


— Con mucho gusto, Anna. Tiene que comprar un metro y veinte centímetros de tela — respondió el muy farsante, pensando que todavía se acordaba de las medidas que le había tomado Maxim, el chico que le había confeccionado su vaquero caqui.

Claro, mintiendo me creo problemas inútiles, pensó, pero ya sabré arreglármelas. Le tomaré las medidas al amigo de Anna, cogeré la tela y le llevaré todo a Maxim. Maxim hará los pantalones, Ed se los entregará al amigo de Anna y todos tan contentos.


Pero el burlón destino le cambió los planes. Cuando por fin pudo obtener de Yurka Kopisárov, el hermano del infortunado aventurero Mishka, la dirección del joven Maxim, nuestro farsante llegó hasta una agradable calle antigua y llamó a una no menos agradable puerta que con el paso del tiempo había acabado convirtiéndose en una obra de arte abstracta. De ella, en lugar de Maxim, salió al encuentro del librero una anciana tan agradable como la puerta y la calle, dejando a nuestro librero petrificado con su paquete en la mano: «¡Ah, Maxímchik se marchó la semana pasada al ejército!» exclamó alegremente la anciana. Y añadió: «¡Gracias a Dios!»

Nunca supo Edward qué era lo que había hecho Maxímchik para merecerse aquel «¡Gracias a Dios!». En la antigua y agradable calle olía agradablemente a humo cuando el librero comenzó a arrastrarse tristemente hacia el tranvía.


No conocía a ningún otro sastre. Un sastre normal de un taller de confección de aquellos años no hubiera podido ni habría querido confeccionar unos pantalones de pinzas.

¿Qué hacer? Cuando Edward se dirigió a Yurka Kopisárov pidiéndole consejo, éste contestó que tampoco conocía más sastres modernos y, filosóficamente, le preguntó:
— ¿Por qué mentiste?


Devolver la tela a Záiats, ni pensarlo. Eso sería mermar para siempre su dignidad ante sus nuevos amigos y, sobre todo, ante Anna. Ganarse fama de charlatán. De modo que, tras reflexionar largo y tendido sobre todo esto, Edward se decidió a hacer él mismo los pantalones. Antes que nada tomó medidas de cientos de puntos de sus propios pantalones, pasándolas al papel hasta conseguir un esquema del patrón.

Raísa Fiódorovna observaba con escepticismo las manipulaciones de su hijo con el papel, la tiza, la tela y una escuadra sobre la mesa camilla de su única habitación. «¿Cómo piensas hacerlo, hijo, si no tienes ni idea de costura?», le preguntó.

Era evidente que la vencía la curiosidad por ver cómo iba a arreglárselas su hijo para salir del lío en que se había metido, del que sin saber muy bien por qué le había hablado a pesar de ser habitualmente muy reservado.


Claro que nunca había cosido pantalones, pero sabía manejar una aguja. Varios años de práctica, estrechándose clandestinamente los pantalones, a escondidas de su madre, habían hecho de él un «modificador» bastante aceptable de pantalones.

Además, tenía un don natural como delineante, comprendía muy bien la geometría. Siendo todavía un chaval, se las arreglaba para ganar algunos rublos ampliando para las vecinas, e incluso para las mujeres de otras fincas cuando su fama creció, los patrones de la revista Trabajadora, o cualquier otro patrón.


Armado de esta experiencia primaria y de cierto sentido común, dedicó cuarenta y ocho horas a esta empresa (lo más difícil fue comprender la confección de los bolsillos) y, finalmente, obtuvo los pantalones. Su madre, Raísa Fiódorovna, tuvo que reconocer con asombro que los pantalones estaban bien hechos cuando se los probó su hijo. Hasta podría decirse que eran excelentes. Sin embargo, encastillada en la convicción de que su hijo no era capaz de nada bueno, Raísa Fiódorovna acabó preguntándole:
— ¿Y ése, cómo se llama, Záiats, estás seguro de que es de tu misma talla?
— Un poco más delgado — gruñó el hijo.


El lunes, cuando se fue a su trabajo de vendedor de libros, llevó consigo los pantalones nuevos de Záiats. El físico Víktor Záitsev, conocido como Záiats, delgado y con la cara llena de arrugas, Zhenia Kátsnelson, de blanquísimo cutis, espléndida bajo su abrigo negro de piel, y Anna, que llevaba encima de su abrigo de lana con cuello de piel una toquilla de flores de vivos colores, se presentaron durante la pausa del mediodía.

Aquel día a causa del intenso frío el librero había sido autorizado a instalar su mesa a unos pasos de la Librería 41, por lo que Záiats, con permiso de Lilia, pudo probarse los pantalones en la trastienda, de donde salió un hombre totalmente transformado.


— ¡Záiats, pero si tienes un cuerpo soberbio!— profirió Anna —. Siempre pensé que eras un flacucho con un culo enorme. Y resulta que la culpa la tenían tus horribles pantalones. ¡Bravo, Ed!— y Anna besó a Ed.


— Realmente está muy bien…— dijo Záiats mirándose en la puerta acristalada. No me los imaginaba tan buenos. ¿Cuánto te debo?
— Nada — respondió el librero mirando para otro lado. Por aquel entonces todavía no sabía cobrar a la gente por su trabajo.


— ¡A ver, date la vuelta Záiats!— dijo Zhenia con voz severa. Záiats, obediente pero ceñudo se dio la vuelta —. ¿No está muy ajustado en el trasero?— inquirió Zhenia dirigiéndose al librero.
— Así es el modelo — intervino Lilia defendiendo los pantalones, orgullosa de su hábil subordinado.


— ¿Pues… cuánto te debo?— preguntó de nuevo Záiats, dando palmadas amistosas sobre los hombros del librero.
— ¿Habías dicho siete rublos, Ed?— intervino en su ayuda Anna (tal vez había dicho siete, tenía que inventarse algo, ya que no recordaba cuánto le había cobrado Maxim, se le había olvidado por completo).


— Toma… Te estoy enormemente agradecido, viejo — Záiats puso torpemente un billete de diez rublos en la mano del librero.
— Espera, que te doy la vuelta — el librero comenzó a hurgar en sus bolsillos.
— Qué cambio… Olvídalo…— ahora le tocaba a Záiats cohibirse

—. ¿Vienes a comer? Vente con nosotros al café. Yo invito.
— Bueno, no sé. Es que tengo que trabajar…— el librero miró de reojo a la encargada.
— Pide a Zadójlik que te sustituya durante una hora…
— Sí, sí… Lo sustituyo…— se oyó decir a Zadójlik asomándose por una cortina tras de la cual estaba haciendo cuentas ayudándose de un ábaco.

Feliz, Ed salió de la librería en compañía de sus nuevos amigos, y se dirigieron al café de la plaza Gógol a remojar su primer pantalón.

Así fue como Ed se hizo sastre.


Después de Záiats tuvo que hacer pantalones para Kuliguin, ex marido de Vika y ex amante de Anna, aunque, pensándolo bien, es muy probable que en aquellos tiempos Anna todavía se acostara de vez en cuando con Tólik. Quizá no, pero a Ed le parecía que sí; él todavía no se acostaba con Anna.

Kuliguin, un hombre con gafas, un hombre de libros… Tólik, inteligente; Tólik, chistoso; Tólik, que lo sabe todo; Tólik, encantador… Un solo rasgo negativo de su carácter: bebía mucho. Los restantes noventa y nueve eran todos positivos.


Han pasado dos años y medio desde entonces. Ed Limónov, con más años y más experiencia, está sentado en el merendero con sus amigos. Abstraído de la discusión, reflexiona sobre Kuliguin y sobre el hombre en general, el hombre y su destino, la posibilidad de prever el destino de un adolescente, de un joven.

Si tomamos como ejemplo al propio Kuliguin, a su alrededor todos lo tenían por alguien dotado de un talento extraordinario y prometedor. Algunos de los cuentos y de las cartas que Anna había enseñado a Ed tenían observaciones interesantísimas y habían sido escritos de una manera clara y concisa.

Lo que no le había gustado a Ed era el papel de color lila, que le parecía demasiado femenino, y tampoco el hecho de que escribiera las cartas con tinta roja. Pero el color del papel y de la tinta no podían constituir un serio reproche. En las cartas se advertía su talento. Eso era un hecho.


Sin embargo, las cartas y los cuentos pertenecían al pasado, antes de la llegada de Ed, al pasado de Anna y de Kuliguin. Hace ya mucho tiempo que Kuliguin no escribe, ni siquiera cartas. Tan sólo bebe, cada vez más y más, y lee libros. ¡Lee como un maníaco! ¿Por qué Kuliguin no ha hecho florecer su talento? ¡Al diablo con él! Tal vez le falte vanidad. O tal vez carezca del impulso que obliga al hombre a poner toda la carne en el asador para escribir mejor que nadie o para escalar la montaña más alta.

Kuliguin es muy amable pero, en apariencia, lo único que le interesa es el oporto, la tranquilidad y los libros. Kuliguin tiene un perro y una hija, Tania, con los que a veces pasea por el parque Shevchenko. Anteriormente trabajó de guarda y ahora hace turnos en la caldera de calefacción de una fábrica de productos químicos. ¿Carece de ambición? Eso es lo que parece.


¿Y Ed, tiene ambición? Sí, la tiene. Toda la primavera y todo el verano de 1965 permaneció encerrado escribiendo poemas. Gastó dos paquetes de quinientas hojas cada uno del burdo papel gris robado por Anna en su librería. Todo lo que escribía le parecía mediocre al día siguiente… De cuando en cuando se decidía a enseñárselo a la única persona delante de la cual no se avergonzaba, Tólik Mélejov.


— Malo — constataba con pena Mélejov cuando devolvía a Edward el paquete de papel gris —. Es malo. Pero sigue escribiendo y no tires éstos.


Ed se encerraba de nuevo en la habitación de Anna, mientras ella se iba a la librería: Anna había empezado a trabajar en El Libro Académico, una librería importante pero con una disciplina mucho más severa, y ya no volvía a casa hasta después de las siete de la tarde.

El verano era muy caluroso, era difícil hasta respirar, pero el vanidoso joven continuaba garabateando líneas sobre el papel gris… Hasta que otra vez Mélejov, mirando hacia otro lado, anunciaba la sentencia:
— Malo, Ed.


Siguió escribiendo malas poesías durante más o menos un año, pero se obstinaba, hasta que una vez consiguió rebelarse contra sí mismo y supo extraer de lo más profundo de sí una melodía que, a pesar de expresarse en confusas y mal hilvanadas palabras, era una melodía, su melodía. Así lo sintió Ed.

Atropelladamente escribió una veintena más de esas confusas melodías extraídas del fondo de sí mismo y se las entregó a Mélejov. Éste no apareció durante una semana; una semana durante la cual Edward, inquieto, no hizo otra cosa que esperar a Mélejov.

Finalmente, una tarde se encontró con él en el Automat. Tólik sacó de su enorme portafolios (ahora, ante la insistencia de Anna Vólkova y de su madre, había terminado prescindiendo de su sempiterno bolso) las poesías de Edward y dijo, sin inmutarse lo más mínimo:
— Ahora sí que se puede decir, Ed, que eres un poeta. Has escrito verdaderos poemas, tuyos — y agregó con tristeza — : Yo nunca conseguí escribir poemas como éstos.


Ed conocía un poema de Mélejov, «Lo blanco y lo incorpóreo». El poema tenía gracia: «lo blanco» perseguía a «lo incorpóreo».


— Una cachondada intelectual — dijo Motrich, sacando por un momento su nariz de la pelliza señorial, para caracterizar la obra de Mélejov —. Tú, Tolka, no escribas poemas. Tú lo sabes todo sobre la poesía, pero no escribas. Limítate a ser nuestro mejor crítico — y Motrich se bebió su triple, es decir, su café triple. El café normal de la cafetera automática húngara no había sido hecho para él.


Edward confiaba plenamente en el gusto de Tólik Mélejov. Este simple hijo de portera, con su grueso hocico, no cesaba de instruir y formar a Edward Sávenko, lo que debía de producirle alguna clase de satisfacción.

Mélejov le pasó los tres tomos de poemas de Jlébnikov editados bajo la dirección del profesor Stepánov, y el joven Sávenko los copió escrupulosamente línea tras línea. Hacía tiempo que había descubierto que si cada día realizaba una parte, podía acabar incluso con los trabajos aparentemente más irrealizables.

Copió los tres tomos, aunque prescindiendo de los comentarios. Mélejov explicó al joven Sávenko lo que era el «automatismo de la percepción» y comenzó a pasarle los amarillentos folletos de Opoviasovtski, la corriente formalista de la literatura soviética durante los años veinte.

Gracias a Shklovski, Éijenbaum, Tomashevski y Mélejov, el joven Sávenko aprendió que un «cielo azul» ya no emociona al lector, que después de que miles de cielos azules han azuleado sobre los lectores en miles de libros, el pobre lector ya no percibe más el azul del cielo. Al lector hay que sorprenderlo, comprendió el joven Sávenko, coincidiendo con los días de su transformación en Limónov.

 

 

Capítulo 10

 

— ¿Qué, Ed, te largarías otra vez a Moscú?— sonríe maliciosamente Pol.
— ¿Cree usted, Monsieur Bigudís, que Ed sería capaz de abandonar Járkov?

 Guenka coge el tema al vuelo. No quiere que Ed se vaya. Estaría más aburrido. Y tampoco cree que Ed sea capaz de irse.
— Amigos, estamos firmemente decididos a abandonarlos en septiembre — confirma Anna —. Yo me iré primero, y Ed se vendrá unos diez días después. ¡Enviaremos a Tsilia Yákovlevna a Kíev, entregaremos el piso a los inquilinos y adiós Járkov!


— ¡Y os volveréis a las dos semanas!— ironiza Guenka —. Ed ya se fue a Moscú en abril, no lo aguantó y tuvo que volverse a sus penates.
— Nuestro Bajushka, sin embargo, se largó y ahí sigue.

¡Bajushka es un tío cojonudo! No estaba hecho para vivir aquí. Ha hecho bien en largarse. Con esta marranada ucrania…— Monsieur Bigudís señala con un movimiento de cabeza a la concurrencia del merendero —. ¡Cómo detesto a toda esta mierda!— murmura entre dientes apretando sus pesados puños cubiertos de pelos rojizos —. Yo también pienso largarme a Moscú, qué cojones, en cuanto Záichik dé a luz me largo.


— Tú, Pol, también te volverás. Pero, bueno, ¿qué os pasa a todos, que no queréis quedaros en Járkov?
A Guenka no le gusta hablar de la gente que se va. En absoluto. Tal vez a él también le hubiera gustado irse a Moscú, pero aquí en Járkov, con su papá, el director del restaurante, su vida es mucho más cómoda. ¿Qué sería él en Moscú? Un moscovita más. Aquí, en cambio, Guenka es el hijo de Serguéi Serguéievich Goncharenko, lo cual no deja de ser una ventaja hasta en los asuntos aparentemente menos importantes.

Ayer, por ejemplo, varios amigos se habían reunido en casa de Guenka y, como de costumbre, no tenían dinero. Guenka, sin pensárselo dos veces, cogió de la nevera unas cuantas latas de centollo y un par de botes de caviar, lo metió todo en su cartera, se fueron a la Súmskaia, entraron en la peluquería, la que está junto al café Pingüino, y en cinco minutos vendieron toda la mercancía. De allí se fueron al restaurante Liux a comer shashlik.

En Moscú, por mucho dinero que el papá enviara a su adorado hijo, Guenka no podría tener jamás una nevera tan bien surtida. Así que, como Guenka no puede irse a Moscú, tampoco quiere que se vaya Ed. Ni Anna. Guenka necesita tener compañía. A cualquier hora del día o de la noche puede ir a visitar a Ed y a Anna, aunque sólo sea para pasar un rato.

Si trazáramos una línea vertical desde la ventana de Anna, nos conduciría hasta los peldaños de la escalera de la bodega que se abre bajo el asfalto de la plaza Tevélev. En verano el calor hace que el olor del vino ascienda hasta las fosas nasales del joven poeta que habita en el dormitorio-tranvía.

Cuando Guenka va a echar unos tragos a la bodega, si está solo y se aburre no tiene más que silbar a Ed y a los pocos minutos su compañero de juergas ya está a su lado, apoyando el hombro en la pared decorada con flores al estilo ruso. La ciudad, que contaba ya con más de un millón de habitantes, todavía conservaba los hábitos patriarcales de una pequeña ciudad indolente. Para Guenka la vida en Járkov es muy cómoda, así que no es de extrañar que le agrade tan poco hablar de los que piensan marcharse.


— ¡En primavera Ed se volvió de Moscú por mí!— exclama Anna orgullosamente mientras mira con aire provocador a los muchachos, y la naricita y la cara se le tiñen de rojo —. ¿Verdad que sí, Ed?
— Sí, es cierto — Ed se siente culpable y no puede hacer uso de su habitual ironía. Si hubiera tenido ganas de hacer rabiar a Anna Moiséievna, le habría contestado «¡Nada de eso!», a lo que Anna habría replicado «¡Granuja, sinvergüenza!», y ya estaría liada la bronca. Lo cierto es que echó de menos a Anna en Moscú. ¡Ha terminado por acostumbrarse a Anna Moiséievna! Dentro de poco ya llevarán tres años viviendo juntos. Anna es su mujer, su amiga y su compañera de juergas. Como dice Motrich, «¡Anna es una tía estupenda!» Ed está de acuerdo. Aunque algo chiflada, desde luego, pero Edward Sávenko también ha pasado por el manicomio. Cuando intentó suicidarse. Se abrió las venas sobre Rojo y negro, de Stendhal. El libro, todavía con las manchas de sangre, sigue guardado entre los libros de la biblioteca de sus padres. Tenía abierto el libro por la página donde el fogoso Julien Sorel estaba introduciéndose en el dormitorio de Madame de Rênal.


La verdad es que Ed se había vuelto de Moscú no sólo a causa de Anna, sino también porque estaba pasándolas muy negras. No tenía dónde vivir y estaba alojado en casa de una amiga de Anna, Ala Vorobióvskaia, una chica de Járkov que se había casado con un moscovita, Senia Pisman. Lógicamente, Senia no se mostraba muy entusiasmado con la presencia del joven en su casa. ¿Y quién lo habría estado? En resumen, que su primer desembarco en Moscú había sido un fracaso, y se volvió.


* * *

— ¿Y qué necesidad tenéis vosotros de ir a Moscú? Moscú no es infinita — había dicho un amigo de Anna, el conocido pintor Brusílovski, que había venido a Járkov a pasar unos días.

Olía a cuero y a perfumes extranjeros, fumaba un tabaco suave y meloso (según Baj, estaba mezclado con uvas pasas) en una bonita pipa curva y llevaba bigote, patillas y barba. Brusílovski le había parecido a Ed extremadamente elegante. Había acudido a visitar a su amiga de la adolescencia. Anna se había prometido traer al moscovita a su casa y lo había conseguido.


La familia había preparado meticulosamente el encuentro. Ed había bajado al mercado Blagoviéschenski a comprar comida, y Tsilia Yákovlevna había preparado farshmak, gefilte-fish y piroguis.


El moscovita comía como una boa. Vagrich Bajchanián, que también había sido invitado, enseñaba sus trabajos.
— Interesante… interesante…— susurraba Brusílovski mientras escrutaba los esmaltes de Baj —. ¿Cómo los hace? Ed leyó sus poemas. En realidad el encuentro había sido preparado precisamente con esa intención: presentar los frutos del joven genio al moscovita.

Un encuentro importante. La agencia publicitaria Anna-Tsilia Yákovlevna, aprovechando su vieja amistad, intentaba por todos los medios hacer cargar a Brusílovski con el joven genio. Fue la primera vez que Ed vio a Anna verdaderamente nerviosa. Hasta se mordía las uñas.
— ¡Maravilloso! ¡Sorprendente!— exclamaba Brusílovski al final de cada poema, sin dejar de comer piroguis. A Ed los elogios del moscovita le parecían demasiado grandilocuentes y acaramelados a la vez, pero, teniendo en cuenta las recomendaciones de Anna, prosiguió la lectura.

Un niño tan lindo, tan blanco
Su piel, tersa como un buñuelo,
Como una columna. Inteligente,
De luminosa cabeza,
¿Había de morir un niño así, eh?
Como a una niña lo vestían, como a una niña.
Hasta que dijo:
«¿Creéis que soy una niña?»
Un niño tan lindo.
No cuidaron al pequeñuelo.
No velaron al bien querido.
¿Qué leían sus ojitos? ¿Qué libros eran?
¡Oh enormes libros! ¡Oh viejos! ¡Oh canallas!…

 

El moscovita gratificó «Enormes libros» con las exclamaciones más calurosas de su vocabulario. «¡Admirable! ¡Admirable!— exclamaba mientras engullía piroguis a través de su barba —. Son dignos de Moscú.»

Pero no quedaba muy claro a qué se refería, si a los piroguis con carne preparados por Tsilia Yákovlevna o a los versos compuestos por Ed Limónov.
— Tolia, háblame con franqueza, como a una vieja amiga… Ya hace diez años que nos conocemos, quizá más. Si Ed se presenta con sus poemas en Moscú, ¿crees que allí podría… digamos… hacerse un nombre?— Anna se cortó.  Ed, cohibido, se bebió una copita de vodca. El moscovita no bebía vodca.

El enérgico Brusílovski, de rosadas y bronceadas mejillas allí donde su barba dejaba ver la piel, había venido a Járkov en contra de su voluntad para ver a su padre Rafaíl, escritor de Járkov, que se encontraba enfermo.

Miró atentamente a Anna Moiséievna. Amiga de la adolescencia de Anatoli Brusílovski, conocía muchos de sus asuntos íntimos, que ella consideraba vergonzantes, pero que, en realidad, no lo eran. Si acaso, herían el amor propio masculino del joven Brusílovski de hace diez años. Como, por ejemplo, cuando sus amigotes (entre ellos, el ex marido de Anna) colgaron al bajito Tólik de un castaño del parque Shevchenko tras dejarlo desnudo de la cintura para abajo… Pensándolo bien, Tólik decide comportarse generosamente con su amiga de juventud y olvidar las ofensas de los años mozos.


— Lógicamente estos poemas tan atrevidos que escribe tu actual marido no pueden ser aceptados por la literatura oficial, por lo que no veo factible que sean publicados. Incluso a Andréi le cuesta mucho trabajo conseguir publicar sus poemas más avanzados — como suponía Ed, Andréi no era otro que Andréi Vozniesenski —. Incluso él…


Anna se entristeció. Consideraba que Brusílovski era un hombre inteligente, hábil, de recursos. Y si Tólik decía que no, lo más probable era que los poemas de su joven marido y protegido no fueran publicados en Moscú. Su genio…


— Pero…— Brusílovski se sirvió otro pirog y, alzando el plato, lo acercó a la boca — muchos de mis amigos poetas existen al margen de la cultura oficial. Y eso sin citar a mis viejos amigos Jolin y Sapguir — Ed se puso en guardia al escuchar aquellos nombres desconocidos —, que se ganan la vida escribiendo poemas para niños — Brusílovski introdujo con deleite el pirog por el agujero que quedaba entre la barba y los esmeradamente cuidados y relucientes bigotes —, o los SMJGistas, que también se las arreglan para sobrevivir…


Ed aguzó el oído: ¿los SMJGistas?
— ¿No han oído hablar de los SMJGistas?— preguntó el moscovita al advertir la cara de sorpresa de los provincianos.
— Algo… no mucho…— respondió diplomáticamente Vagrich, que se había afeitado su barba armenia, estaba rejuvenecido y firmemente decidido a largarse a Moscú.


— SMJG es la última corriente de la literatura de vanguardia, y quiere decir Sociedad Más Joven de Genios. El más genial de todos los genios es Lionia Gubánov. Y también Volodia Aléinikov. Todos son muy jóvenes. ¡Gubánov adquirió ya fama de genio a los dieciséis años!

Brusílovski contempló de manera condescendiente a los provincianos. A sus veintidós años Ed se sintió ya viejo. Hasta se avergonzó de tener una edad tan avanzada. Y qué decir de Vagrich, que tenía cinco años más que él. Tal vez ellos no debieran ir a Moscú. Tal vez era demasiado tarde y todo había quedado ya atrás.


— ¿Y para qué, hablando claro, tenéis que ir a Moscú?— seguro de sí e impetuoso, el moscovita sonreía con descaro a los provincianos. Ed observó que la mano del moscovita, tranquilamente apoyada sobre el vaso con refresco, era pequeña y tenía los dedos cortos —. Aquí podéis trabajar y evolucionar con las mismas posibilidades de éxito. Según me ha contado Anna — Brusílovski, sin razón aparente, resopló con satisfaccción —, aquí reina un ambiente intelectual bastante desarrollado. Organizad encuentros más frecuentemente, leed más poemas, mostraros unos a otros vuestras creaciones, promoved más exposiciones en las casas… Y, además…— el moscovita se terminó de un trago el refresco —, bueno, chicos, Moscú no puede acoger a todos. ¡Moscú no es infinita!


«¡Menudo hijo de puta!», pensó para sí el poeta, «Tú sí que cupiste en la Moscú no infinita, te casaste con una moscovita y ahora resulta que ya no queda sitio para nosotros». Pero se limitó a observar tímidamente:
— Hace poco he leído en alguna parte que para aprender a jugar bien al ajedrez hay que jugar con gente cuya maestría supere a la tuya, y que si te confrontas solamente con jugadores de nivel más bajo o, incluso, del mismo nivel, tu maestría no progresará.

— ¡Bien dicho!— aprobó inesperadamente Brusílovski —. ¿Cómo era eso?… Calor…

El calor y el verano… van de visita
Antón y mi tío Iván…

Un tal Pável y un tal Rebro
Y con ellos su sobrino Kraska…

— Tiene algo. A través de esos versos se percibe el calor ucranio-jarkoviano como una variante del eterno calor búdico suspendido en el aire… Sí, tiene algo. Quizá sirva para Moscú…— continuaba Brusílovski, como hablando para sí mismo.


Ed perdonó al instante al moscovita sus dedos cortos, su glotonería con los piroguis y hasta sus patillas cobraron más interés. La naturaleza humana es así.
— ¡Tolia! ¡Lo has memorizado! ¡Y sólo lo habías oído una vez!— Anna Moiséievna, que lucía en honor de la visita del amigo de juventud su vestido negro de terciopelo con un cuello de encaje antiguo confiscado a Tsilia Yákovlevna y llevaba el pelo recogido, sonrió.


— Tengo una memoria tenaz…— constató Brusílovski encogiéndose de hombros —. Sin embargo, Moscú es una ciudad despiadada — prosiguió —. Sobrevivir en Moscú. Llegar a ser famoso en Moscú… Ah, para eso hay que ser muy fuerte — en esto, Brusílovski miró con un gesto de duda al menudo poeta, vestido de una manera que reforzaba la impresión de fragilidad que ofrecía a primera vista: pantalones negros, chaleco negro y camisa blanca.

Hay que añadir que al convertirse en poeta el muchacho trabajador había perdido unos cuantos kilos de su peso de obrero, y que tras dos años de relación con sesudos libros y apasionadas tertulias con otros poetas, su rostro se había afinado considerablemente (del mismo modo que los rostros de los sabios que dedican toda su vida al estudio del Celeste Imperio terminan adquiriendo rasgos chinos).

También hay que decir que algunos patanes aseguraban que la verdadera razón de su adelgazamiento era otra, que Anna lo extenuaba follando. No era extraño que la visión de la rellenita, fuerte y ágil Anna al lado de su flaco muchachito suscitara tales pensamientos obscenos a un observador ajeno.

Pero ya hablaremos más tarde de su vida sexual. Esto no es lo esencial. Seguramente Ed Limónov no daba la impresión de ser una persona fuerte, pero, si se observaba con atención, podía advertirse en él una gran dignidad. Y la dignidad personal siempre va acompañada del amor propio.


— ¿Cuántos años tiene Gubánov ahora?— inquirió Ed celoso, sopesando el genio moscovita con el suyo, de la misma manera que antes había hecho con Motrich. Hacía poco Mélejov le había dicho que era un poeta incomparablemente más original y más interesante que Motrich. Esta revelación no lo sorprendió. Hacía tiempo que en su interior ya había acabado con Motrich.
— Gubánov tiene veinte…— y con voz gangosa, imitando, por lo visto, al autor, Brusílovski se puso a declamar:

…No seré yo quien se hunda en los ojos del Kremlin
Sino el Kremlin el que se hundirá en mis ojos…

— Gubánov lee sus poesías en tono muy conmovedor. No las lee, las llora. ¿Han tenido ocasión de escuchar alguna vez a las plañideras rusas de Siberia? Bueno, pues Lionia lo hace igual…


Brusílovski se despidió. Se iba al día siguiente. Según el testimonio de su amiga de juventud, Tolia aborrecía Járkov y a sus antiguos amigotes que diez años antes se burlaban de él. Había venido solamente con motivo del infarto de su papá Rafaíl. No había ninguna otra razón que pudiera traerlo a Járkov. Al mudarse a Moscú, Brusílovski había cambiado incluso de apellido: ahora firmaba sus colaboraciones en la revista Saber-Fuerza como Brusílov.


— ¿Qué tal Ígor?— preguntó Brusílov ya en el rellano de la puerta —. ¿Se atascó en su Simferopol?— los ojos del famoso pintor vanguardista de Moscú resplandecían de alegría. Parece ser que de todos sus antiguos amigos, el más odiado era el ex marido de Anna.
— ¿Ígor? Lo llamé desde Alushta cuando estaba allí con Ed. Cogió el teléfono la mujer y le dije que si Ígor quería seguir trabajando en la televisión tendría que enviarme veinticinco rublos a Alushta. ¡Me los envió sin rechistar!


Brusílov, encantado, se rió a carcajadas y hasta besó a Anna. Por lo que sabía Ed, aquellos veinticinco rublos eran la única suma de dinero que Anna había conseguido sacar a su ex marido; sin embargo, al escuchar a Anna Moiséievna parecía que se tratase de una chantajista profesional. Los veinticinco miserables rublos se los gastaron en una sola tarde bebiendo en la invernal Alushta.


— Si vienen a Moscú, llámenme. Les presentaré a gente interesante — prometió Brusílov y se marchó. Los moradores del pasillo, acostumbrados a todo, flotaban por encima de sus cacerolas.


Por la ventana vieron cómo el bajo y macizo Brusílov, cubierto con un sobretodo de gamuza que le llegaba hasta los pies, dejaba atrás con paso rápido la Escuela de Ingeniería del Frío, abriéndose paso entre la multitud de futuros especialistas en refrigeración que pasaban el recreo en la calle, doblaba la esquina dejando ver su firme trasero ceñido por el ancho cinturón y desaparecía por la Súmskaia.


— ¿Qué piensas tú, Baj?— preguntó Anna tomando asiento y cogiendo por fin un pirog.
— Pues que hay que ir — respondió Vagrich —. Ya se apretujarán y harán sitio para dos más.
— Para tres — añadió ofendida Anna Moiséievna.
— Para tres — se corrigió Vagrich.

 

Capítulo 17

 

En la primavera de 1967 Ed se fue de viaje en compañía de Sashka Cherévchenko. ¿Por qué? Un simple antojo.

Sashka acababa de recibir un premio del Komsomol leninista y había sido nombrado corresponsal en Járkov del periódico de Kíev Pravda Ucrainy. Para comprender la importancia de este nombramiento, basta con decir que el Pravda Ucrainy era en la República socialista soviética de Ucrania el equivalente al Pravda en la URSS.

Sashka acababa de cumplir veintiséis años.
¿Qué extraños lazos habían unido de repente al informal Ed Limónov con el formal Sashka Cherévchenko, que había dedicado su última colección de poemas a la tripulación del crucero Dzerzhinski, en donde había hecho su servicio tras terminar la escuela de marina militar de Sebastopol y de donde lo habían licenciado por motivos de salud? Gran interrogante.

Además, ¿qué es lo que une a la gente, la simpatía recíproca?
Ed se creaba ídolos constantemente. Si el ídolo se pasaba de moda, no respondía a las esperanzas depositadas en él o había sido pillado en algún fraude o en alguna chorizada, lo destituía despiadadamente y lo sustituía por otro nuevo. Sashka había reemplazado a Motrich, que había terminado descomponiéndose ante los ojos de Ed, convirtiéndose en un semivagabundo alcohólico que sacaba dinero, aunque solo fueran unos rublos o unos pocos copecs, a sus conocidos. Para lo único que le servían ahora sus poemas era para procurarse alcohol.

Todos los seres humanos sin excepción, igual que las plantas, tienen sus años de crecimiento y de floración exuberante, pero si el terreno está demasiado húmedo y saturado de fertilizantes pronto comienzan a secarse y a pudrirse.

Mimado por los decadentes y por los formalistas, en aquel año 1967 Motrich comenzaba el día recorriendo las calles Rymárskaia y Súmskaia a la búsqueda de unas copas con las que atemperar la resaca. Más tarde, en Moscú, la capital de su patria, Sávenko-Limónov se encontró con otros Motrich locales y no se sorprendió cuando la vida le mostró idénticas variantes del destino de los poetas.


Sashka Cherévchenko, como la planta humana de Vladímir Motrich, floreció y se secó. Durante el año 1967 Sashka estaba floreciendo. Alto — sus perneras eran unos cuantos centímetros más largas que las de todos los restantes clientes de Ed —, hombros anchos, boca ancha, melena rubia y rizada, Sashka se metió voluntariamente, como veremos más adelante, en la boca del lobo al aceptar convertirse en el ídolo del caprichoso joven.

En la biografía de Edward Sávenko-Limónov ya han hecho su aparición varias figuras importantes de lo que podríamos llamar hermanos mayores o guías del caminante.

Guenadi Goncharenko fue uno de los ídolos que más duró, pero a comienzos de la primavera del 67 la debilidad insuperable de Guenka se había hecho ya demasiado evidente para Ed. Pero Edward Limónov no sabía vivir sin ídolo, y así fue como Sashka pasó a convertirse en su hermano mayor.


No obstante, la estatua del nuevo ídolo estaba marcada desde el principio por una fisura demasiado evidente a los ojos de Ed. A pesar de que no carecían de talento, los poemas de Sashka no le gustaban a Ed. Los encontraba demasiado ordinarios. Poemas sobre la mar, bueno, vale, ¿por qué no? Además, en la terrestre Járkov tales poemas resultan más románticos que en las ciudades del litoral. Entre los poemas de Sashka había algunos que eran muy líricos y tristes. ¡Para pasárselos por el forro de los cojones! Miles de personas escriben primorosas superficialidades del mismo estilo, pensaba Ed mientras observaba a su héroe provisional, dándose cuenta ya de que tampoco duraría mucho tiempo en su pedestal de héroe.
He aquí un ejemplo del arte del joven laureado con el premio del Komsomol leninista:

Cuando las playas se vacían
Y el viento arrecia
Y junto al cabo danza
una boya solitaria…
Preparo la barca
Echo el impermeable a la proa
Y me voy a Yalta
A caminar por la playa…

Desierto de olas
República de medusas
Restos de discos gramofónicos…

 

Playas desérticas, restos de discos, bueno ¿y qué? ¡Vaya una cosa! Qué lástima, el joven Sashka desembarcando en la playa de Yalta aparecía ante Ed como un soviético simple, disciplinado y manso, y no como un terrible pirata malayo y ni siquiera como un héroe romántico de Bagristki.


Ed había decidido acompañar a Sashka durante su gira un poco también porque Anna se lo había aconsejado. Anna Moiséievna ansiaba que, aunque sólo fuera un poquito, el granuja formara parte algún día del arte oficial:
— Hazte amigo de Cherévchenko, es un buen chico.
— Ser un buen chico no es ninguna profesión — había saltado entonces Ed, pero «en resumidas cuentas» (una de las expresiones favoritas de Anna Moiséievna) él también consideraba que Cherévchenko era un chico amistoso y simpático.


Anna había conocido a Sashka cuando trabajaba en la librería Poesía. Casi todos los poetas de Járkov, tanto los oficiales como los que no lo eran, se sentían obligados a pasar por la librería al menos una vez al día. Allí lo mismo podía encontrarse a Motrich que a Arkadi Filátov o al gordo Vasili Bóndar, autor de un libro de poesía titulado Amapolas sobre la alambrada (tras haber sobrevivido a un campo de concentración nazi, Bondar murió atropellado por un tranvía un día que estaba completamente borracho), o al mismísimo Borís Ivánovich Kotliarov, el presidente de la Unión de Escritores de Járkov.


No sólo las novedades atraían a los poetas a la librería. Cuatro señoritas, cuatro musas, trabajaban en la Poesía. Y detrás de cada musa rondaban al menos cuatro poetas. En realidad sólo tres de las musas servían de blanco a la libido de los trovadores de Járkov. La cuarta musa, la gafotas Luda Víkslerchik atendía prácticamente ella sola toda la librería. Una verdadera muía de carga. Esta musa estaba casada, y todas las tardes venía a buscarla después del trabajo su celoso judío acompañado de sus dos hijos.

A la jefa, Svieta, que era pequeña, indolente, de nariz chata y cabello de color indefinido, venía a buscarla el gran jefe Borís Ivánovich Kotliarov, con su viejo morro colorado surgiendo por encima de la corbata y de su impecable traje. Las malas lenguas decían que Svieta se acostaba con Borís Ivánovich por el bien de la librería.

A la musa Anna Moiséievna, antes de la aparición del ex fundidor se turnaban para venir a buscarla varios poetas de Járkov. Pero, por desgracia, en la primavera de 1965 echaron a la musa Anna de la librería.

Sashka Cherévchenko estuvo durante algún tiempo viniendo a buscar a Valia, una bella ucrania repolluda con ojos como guindas y anchos muslos. Valia era la musa más joven: tenía veinte años. Pero poco tiempo después Cherévchenko tuvo que dejar el sitio a una cadena de traficantes. Mucho más atrevidos, más impertinentes y más ricos, los traficantes compartían con los poetas y decadentes no sólo el Automat, sino también a las bellas de Járkov. Y por lo general, como bien puede suponerse, eran los traficantes los que se imponían a los poetas. Las bellas abandonaban a los poetas y se iban con ellos. Más adelante el lector recibirá información detallada sobre los traficantes.


Seguro que Anna ocultó a Ed no pocos detalles de su vida de soltera de antes de conocerlo. A veces, cuando está de mal humor Ed sospecha que Anna ha mantenido relaciones sexuales con todos los poetas de Járkov, sin excepción, incluidos Borís Ivánovich Kotliarov y Sasha Cherévchenko (a propósito: a los seis meses de toparse con el Kotliarov en la librería, nuestro héroe cayó en que había sido ese mismo Kotliarov quien había entregado al adolescente Sávenko el diploma de honor en un concurso de poesía).

Cuando presentó Ed a Cherévchenko, Anna dejó caer: «Sasha es el poeta más prometedor de Járkov… Me cortejó durante un tiempo…»


Aquello a Ed no le gustó nada y esa misma tarde, para bajarle los humos a Anna Moiséievna, se la tiró de pie en la trastienda de la librería, oprimiéndola contra las estanterías de libros. Ed le bajó las bragas a la fuerza y se la tiró a la muy coqueta. Aparentemente, Anna se había quedado satisfecha, y eso que Ed, nervioso por culpa de los pasos de los compradores que se oían a través de la cortina, y pensando que en cualquier momento podía entrar Svieta, la jefa, se corrió muy pronto.


La primera vez que Cherévchenko apareció en el campo visual de Ed fue cogido del brazo de la bella Vala. Luego estuvo varios años revoloteando alrededor. A veces intercambiaban algunas frases en el Automat o en alguna velada poética mirándose con simpatía. Por lo visto el hecho de que Ed perteneciera a los «SS» no le importaba. Además el ataque de los «SS» contra Cherévchenko se había producido antes de la aparición del saltoviano Sávenko en la escena principal de Járkov. La relaciones entre Baj y Cherévchenko se normalizaron ya hace tiempo, sobre todo después de que Baj e Irina en 1966 se convirtieran en marido y mujer (los recién casados pasaron la noche de bodas en el suelo de su habitación de Tevélev, tapándose con el abrigo que Ed se había hecho con un viejo capote de su padre).


En febrero el destino, inopinadamente, los había aproximado. Arkadi Filátov, que sí que había sido invitado, se presentó a la fiesta de cumpleaños de Ed acompañado por Cherévchenko, que no había sido invitado. En total había cuarenta y un invitados sentados sobre la alfombra en torno a las botellas de vino y a los platos con shashlik.

El sastre Limónov había comprado el día anterior medio cordero en el mercado Blagoviéschenski. Los invitados de Limónov, como suele suceder, tras beber unas cuantas copas se olvidaron por completo del festejado y se dedicaron a hacer una representación en miniatura de la sociedad humana.

Pasada la medianoche sólo quedaban dos líderes tras haber superado los cuartos de final y las semifinales: Yuri Miloslavski, un poeta joven un par de años menor que Ed, un judío garrido y buen mozo de voz profunda y noble propia de un actor o de un locutor, y el Vosniesenski de Járkov, el poeta Arkadi Filátov.

El lector ya debe de saber por su propia experiencia sobre el macho humano que el mayor placer de éste en la vida consiste en pelear y competir con otros machos.
Ambos poetas competían en sutileza y se lanzaban agudos dardos envenenados que sustituían con éxito a las hachas de piedra. Guenka, héroe en la penumbra, nunca participaba en esta clase de justas públicas, las ignoraba.

Sashka Cherévchenko de vez en cuando echaba un vistazo a los dos gallos y sonreía irónicamente mientras charlaba pacíficamente con Tamárochka, una carnosa rubia amiga de Anna. El recién nacido, olvidado de todos, se deslizó hacia la última fila de espectadores, junto al armario ropero, y se puso a soñar en el momento en que todos se fueran, y él se pusiera a recoger los platos, las servilletas y los restos de shashlik y a barrer las colillas. Descubrió que la celebración de su propio cumpleaños no encerraba para él ningún interés. Que aquella tarde no sentía ninguna necesidad de competir en agudeza delante de los demás.

En el fondo, si los contrincantes se esforzaban era por las mujeres bellas y libres que había entre el auditorio. El ganador del torneo sería recompensado con el cuerpo de la más bella y se perdería con ella en la ventisca de febrero. Ed, sin embargo, no tenía más remedio que quedarse con Anna.


Cherévchenko fue de los primeros en irse, solo. Desde la puerta guiñó maliciosamente el ojo al festejado y, señalando con un gesto a los demás, le dijo:
— Me gustaría venir un día para escuchar tus poemas, Ed. Sin todo este tropel de gente, claro…
Se pusieron de acuerdo.


Un par de días después llegó acompañado de Filátov. Se los veía tan a menudo juntos que todo el mundo los tenía por íntimos amigos, lo cual no se correspondía en absoluto con la realidad. Ed les leyó el poema «Caza pájaros», que acababa de escribir. Este poema, una extraña composición que narraba la lucha de dos héroes, Alexandr y Pável, con la avecilla «M.», sorprendió la imaginación no demasiado sutil de los razonables camaradas Cherévchenko y Filátov.


— No se puede escribir así — intervino en tono tétrico Arcadi Filátov.
— ¿Por qué razón?— inquirió el autor.
— Eso no son versos.
— ¿Por qué no han de serlo? Tienen ritmo e incluso rimas perfectas.
— La versificación es un juego que tiene sus propias reglas, y tú te niegas a seguir esas reglas. Lo que has escrito es muy interesante, pero no es poesía…


Cherévchenko le dio las gracias y le manifestó su asombro. Los dos colegas escucharon unos cuantos versos más de Limónov, y luego, pretextando una cita de negocios, se marcharon apesadumbrados. Ed estaba dispuesto a seguir leyendo.


Y hete aquí que, al llegar la primavera, Cherévchenko lo invita a acompañarlo durante un reportaje que le había encargado Pravda Ucrainy. «Este Sashka es un buen chico, a pesar de todo», pensó entonces Ed.

Hoy en día, sin embargo, el autor, que se ha hecho mucho más cínico y está acostumbrado a buscar bajo la máscara de buena persona al malhechor disfrazado, le parece que la invitación tenía otro motivo. Podría pensarse, por ejemplo, que los dos colegas poetas, si bien habían reaccionado diferentemente ante aquellos versos que les habían perturbado, en el fondo su objetivo era el mismo: quitárselos de encima, borrar aquellos versos molestos de su vida.

Arkadi Filátov se quedó con la conciencia tranquila clasificándolos dentro de la categoría de «no-poesía», Cherévchenko decidió conocer mejor al autor intimando con él. Calar al autor, librándose, al mismo tiempo, de los extraños frutos de su imaginación, y recuperar la seguridad en sí mismo necesaria para poder seguir escribiendo sus mediocres versos sobre la república de las medusas.


El privilegiado Cherévchenko eligió él mismo el itinerario de su viaje: Járkov-Berdiansk-Feodosia-Alushta-Yalta-Sebastopol. Un itinerario chipén: agradable y con sol. A lo largo de todo el viaje fueron acompañados por el viento y el sol.

En Berdiansk se encaminaron en directo, bajo el sol y el viento, al Comité Regional del Partido, a donde entraron a continuación de un general que vestía unos pantalones que tenían una banda escarlata y que había llegado en un automóvil reluciente. El insolente Sashka entró corriendo, pisando los talones al general y causándole el natural sobresalto.

El fotógrafo Ed sostenía con cautela una bolsa en la que, en lugar de aparatos fotográficos, camuflaba sus propios enseres personales: un cepillo de dientes, pasta dentífrica, una toalla, unos cuantos pares de calcetines limpios, calzoncillos y, por supuesto, un cuaderno de notas donde el poeta tenía intención de escribir sus impresiones de viaje.

El secretario del Comité Regional en persona recibió al enviado especial del periódico ucranio más importante y a su fotógrafo, que viajaba embutido en un enorme jersey color de aguas estancadas que le llegaba hasta las rodillas… Por increíble que parezca, lo cierto es que el viajero llevaba sobre sus narices unas gafas nuevas y sin montura, con los cristales sujetos directamente con ayuda de una grapa dorada en su parte superior.

El poeta parecía que quería comerse con los ojos las ciudades que iban a recorrer. De manera que el viaje fue coronado con un éxito importantísimo en la vida privada de Edward Limónov, pues éste encontró dentro de sí mismo las fuerzas necesarias para no quitarse las gafas en lugares públicos.


El secretario del Comité Regional les anunció con una amarga sonrisa que desgraciadamente no podrían participar en una jornada de pesca de japutas en su querida y turbia mar, pues aquel año por alguna razón desconocida las japutas no se habían acercado a las costas del mar de Azov, y los pobres pescadores tenían que conformarse con otras especies menos apreciadas.

Pero resulta que el objetivo del viaje eran, precisamente, las japutas, y a las japutas les sucedían cosas increíbles. Parece ser que estaban extinguiéndose como los indios de algunas tribus americanas. Según el secretario del Comité, la causa residía en un desmesurado plan de pesca que exigía de los pescadores una cuota anual excesiva de japutas; en las aguas del mar, cada vez más saladas; y, por último, en los propios pescadores, que usaban redes de mallas demasiado finas y capturaban también las crías.

Sashka tomó buena nota de las amargas quejas del secretario, y luego bajaron al comedor del Comité, donde comieron japutas fritas acompañadas de un puré de patatas de color amarillo, y, finalmente, alquilaron una habitación en el hotel y compraron los billetes para el barco que partía al día siguiente por la mañana de Berdiansk a Feodosia.


El mar de Azov es pequeño, y los barcos que se encuentran sobre su superficie en medio de una tormenta son como los patitos de juguete con los que juegan los niños en la bañera. Nada más salir del puerto las turbias aguas del mar de Azov comenzaron a jadear y agitarse por debajo del barco, debajo de Ed y de Sashka.

El antiguo marinero se regocijó con la arfada y se fue al restaurante a echar unas copas, dejando a Ed en su camarote. Venciendo sus temores, el poeta vanguardista descubrió que no se mareaba, que podía moverse y razonar y que, contrariamente a lo que le había parecido durante la primera media hora de arfada, no tenía ganas de vomitar.

Cuando por fin dio con el vacío restaurante, cuyas acristaladas paredes eran azotadas por el mar, no encontró allí a Sashka. El camarero le comunicó que su amigo se había ido a beber coñac al camarote del capitán:
— El camarada capitán instructor ha invitado a su compañero — declaró el camarero en un tono de voz respetuoso.


Llamó a la puerta del camarote y allí se encontró a Sashka y al capitán de enrojecida cara bebiendo coñac con rodajas de limón. Los lobos marinos invitaron al joven Rimbaud a su mesa, y éste bebió brindando por la tormenta que rugía tras de los ojos de buey y que resultó ser de fuerza cinco. De repente oscureció tanto que hubo que encender la luz. Se sentía uno a gusto bebiendo coñac y observando las revueltas aguas turbias a través de los ojos de buey. A los sollozos y al chapoteo del agua se sumaban los golpetazos que daban las puertas y escotillas y los crujidos que provenían de los compartimentos estancos del barco.


El capitán resultó ser un capitán de navegación de altura que había sido temporalmente destinado a aquel barco como capitán instructor mientras reparaban su cafetera de largo recorrido. Había sido destinado allí para supervisar al hombre que por primera vez en su vida se encontraba sobre el mar de Azov al mando de un barco. El segundo capitán se encontraba en alguna parte sobre el puente de mando o junto al timonel con los nervios deshechos.

El capitán instructor, por el contrario, no mostraba signos de inquietud, bebía coñac y charlaba con Sashka sobre Port Saíd, donde ambos habían estado, las islas Azores y otros lugares maravillosos. Al oír aquellos nombres, el coñac comenzó a mecerse agradablemente en el estómago del poeta vanguardista.

Los lobos de mar charlaban indolentemente, con esnobismo y, como si estuvieran ya de vuelta de todo en la vida, comentaban las virtudes de los diferentes puertos y burdeles del mundo. La camisa impecablemente blanca del capitán y la corbata que lucía por debajo de la guerrera conferían cierta dignidad y ambiente festivo a la juerga.

A pesar de que el vanguardista ya había viajado por Crimea, por el Cáucaso y por Asia, la sed de ver mundo y las ganas de cambiar de aires volvieron a revivir en su alma. «Al volver a Járkov, me iré en seguida a Moscú. Baj ya está allí esperándome…», pensó.


En Feodosia olía a pescado. Por las calles se apiñaban polvorientas acacias de troncos nudosos. En el restaurante les sirvieron una sopa jarchó sobre la que nadaban unas aceitunas negras. Ante la visión de aquellas aceitunas y al sentir el sabor picante de la sopa, el poeta vanguardista pensó en la proximidad al otro lado del mar de Grecia, de las acéfalas estatuas de mármol, y en la posibilidad de que Ulises tomara también aquella sopa.

En Feodosia los aborígenes de piel tostada por el sol sacaban las sillas a la calle, se acomodaban en ellas frente a sus casas y observaban a los transeúntes. Las piedras en Feodosia eran realmente de piedra, no como las utilizadas en el adoquinado de Járkov… Un pavo se paseaba tranquilamente por el patio de la casa donde se habían alojado, y entre los libros que Ed descubrió en la librería de la dueña había novelas de Hamsun y un par de traducciones de Freud.


En Alushta, Sashka se emborrachó y se peleó en el baile. Por la mañana regresó introduciéndose por la ventana. Llevaba la cara amoratada y llena de rasguños. Se quedó dormido sin quitarse la ropa. El vanguardista Ed, que la víspera había rehusado acompañarlo al baile, movió la cabeza haciendo un gesto de reproche al ver a su amigo mayor en un estado tan averiado y suspiró despreciativamente. Una fisura más había hecho su aparición en la estatua del ídolo. Sashka ya no se despertó hasta bien pasado el mediodía.


— ¿A quién has salido tan razonable, Ed?— le preguntó Sashka sonriendo desde la cama —. ¿Al papá? ¿A la mamá? ¿A Anna Moiséievna? ¿Por qué no te hice caso ayer? ¿Qué vamos a hacer ahora?


Resulta que la juventud lugareña no sólo no se había conformado con atizar una buena paliza al antiguo marinero, sino que tampoco se había privado del placer de vaciarle los bolsillos. Había desaparecido todo el dinero que llevaba para hacer frente a los gastos del viaje.
— Nunca debes llevar todo el dinero en el mismo sitio…— observó Ed haciéndose el experto.


Menos mal que Anna, que también era una experta, había obligado a Ed a que llevara algo de dinero: «nunca se sabe». En Yalta tuvieron que dormir en una habitación de seis camas donde ya estaban roncando otros cuatro tíos.


En Sebastopol permanecieron varios días, y aquí el vanguardista, que hasta entonces no había manifestado ningún deseo, quiso visitar las ruinas de Jersonés.
En Jersonés el poeta se introdujo en uno de los antiguos monumentos funerarios pero lo único que descubrió fue una cagada reciente.

Sashka se tumbó junto a la tibia muralla para protegerse del viento y echar un sueñecito mientras el joven vanguardista deambulaba por entre las ruinas minuciosamente excavadas tratando de imaginarse esta misma ciudad llena de vida, guerreros, mercaderes, gladiadores y mujeres.

En lo alto pasajeras nubes de primavera cruzaban sin detenerse salpicando de tanto en tanto la tierra de una lluvia fugaz. «¿Qué es el tiempo?», meditaba el joven vanguardista mientras se encaramaba sobre las piedras pulidas y resbaladizas de las antiguas murallas y contemplaba las charcas de agua salada que rodeaban Jersonés.

No muy lejos unas cabras, dos negras y una blanca, amarradas con unas largas cuerdas rústicas a unas anillas también antiguas empotradas en la piedra, pastaban tranquilamente. «¿Qué es el tiempo?», se preguntaba el poeta mientras observaba las cabras y las nubes. Sashka lanzó un gemido, cambió de lado y se tapó la nariz con la bufanda. «¿Por qué existe un «entonces» y un «ahora»? ¿Por qué el «entonces» no puede reaparecer, aunque sólo sea momentáneamente? Y las columnas de guerreros, envueltos en sus crujientes cueros, entraran por las puertas de la fortaleza, gritaran los mercaderes, y los gladiadores se enfrentaran en un combate a muerte… ¿Será porque el «entonces» ha muerto y se ha derrumbado, ha desaparecido de entre los objetos vivos? ¿Quiere eso decir que tiempo y espacio no son sino una sola cosa y que al destruir la materia del espacio también se destruye el tiempo?»


Sashka se despertó. Un antiguo compañero suyo en la Escuela de Marina Militar, teniente submarinista en la actualidad, que los había traído hasta Jersonés dos horas antes, había vuelto a buscarlos y estaba tocando el claxon desde la carretera, hacia donde se dirigieron los dos poetas por entre las antiguas y peladas colinas.


Por la tarde estuvieron bebiendo coñac en compañía de algunos oficiales de un submarino atómico en el piso vacío de uno de ellos. Tras desprenderse de las guerreras de su uniforme, cinco tenientes de lo más granado de la flota militar rusa, acompañados de dos mujeres-esposas y de dos poetas agarraron una borrachera de campeonato mientras escuchaban poemas de Sashka.

Ed, que estaba menos borracho que los demás se dio cuenta de que allí, delante de los tenientes, los poemas de Sashka sonaban mejor que los suyos. Los tenientes gritaban, se jactaban, hablaban de la irradiación, exagerando los peligros a que se exponían, para parecer todavía más gallardos de lo que ya de por sí parecían con los dorados galones de sus uniformes, los arreos de sus sables y sus cuellos bronceados.

Cuando se saciaron de los versos de Sashka, comenzaron a leer a Gumílev. Al leer la estrofa que comienza «El teniente conducía su cañonera bajo el fuego de las baterías enemigas», una de las mujeres se echó a llorar, y Sashka, hecho un manojo de nervios y pestañeando, se incorporó de un brinco y dijo con voz excesivamente alta:


— ¡Brindemos por la victoria de las armas rusas, señores!
Todos gritaron «¡Hurra!» y bebieron. Alguien lanzó un juramento y exclamó:
— ¡Por mis cojones que nadie nos vencerá jamás!


Decir que el vanguardista no participó en la explosión de orgullo nacional de la marina militar sería un acto de injusticia con nuestro protagonista. Fingir que él, sin participar, sonreía escépticamente mirando a aquellos mentecatos que estaban dispuestos a exponerse a las radiaciones, quemarse vivos o ahogarse con sus preciosos uniformes por la gloria de Rusia (la cual, según afirman algunos periodistas, presidentes y naciones enteras, no debe de tener las manos muy limpias), sería faltar a la verdad y dejarse llevar por la moda.

Estas cosas emocionan incluso a los individualistas como nuestro héroe-soñador, y a nuestro vanguardista le picaban los ojos. A decir verdad, la mayor parte de la tarde permaneció en el apartamento sin muebles, a pesar de que de vez en cuando regresaba a Jersonés, junto a las cabras y las aguas estancadas de color acerado, junto a las antiguas murallas vergonzosamente desnudas, donde el espacio-tiempo cubierto por las húmedas nubes se destruía a sí mismo.


«¿No será la piedra que cogí en la tumba y guardo en el bolsillo la que me obliga a pensar en todo esto?», se preguntó Ed. «¿No será que la piedra emite una radiación que penetra en mí obligándome a pensar en el lugar donde la he cogido?»


Los poetas durmieron encima de unos periódicos extendidos sobre el parqué recién barnizado y salieron por la mañana temprano rumbo a Sebastopol. En Sebastopol estaba lloviendo. También llovía sobre la Escuela de Marina, que Sashka se empeñó en visitar.

El austero edificio de la escuela se elevaba a lo lejos como un templo, tras una alta verja de gruesos barrotes, muy próximos unos a otros. Un hombre que vestía un capote negro y pisaba enérgicamente salió por la puerta y se dirigió hacia la parada del autobús.


— ¡El contramaestre!— exclamó Sashka en voz baja, entre emocionado y asustado, cogiendo a Ed del hombro —. ¡Es mi contramaestre! ¡Si supieras lo bestia que era!
Sashka permaneció unos instantes meditando si atacar o no al contramaestre. Mientras iban andando detrás de él, preguntó a Ed:
— ¿Qué hacemos, Ed, le partimos los morros al contramaestre?


Como si quisiera hacer recaer todo el peso de la decisión sobre el hermanito menor, quien muy diplomáticamente contestó con un indefinido mugido «mmm…» que según conviniera podía ser interpretado como un «sí» o como un «no».


Sashka, según explicó luego, decidió no atacar al contramaestre debido al sable que pendía de su cintura, dado que ni él ni Ed llevaban ningún arma encima. Además, los dos centinelas con bayonetas enfundadas que había a la puerta de la escuela habrían con toda seguridad defendido al contramaestre.


En Sebastopol cogieron un tren que los llevó hasta Járkov después de detenerse inútilmente en innumerables estaciones.
En Járkov Ed se olvidó de quitarse las gafas y se presentó en la plaza Tevélev 19 con ellas puestas, provocando la perplejidad y la confusión de todo el pasillo. En el bolsillo, el calor que irradiaba la piedra sepulcral de Jersonés se le transmitía a la pierna. Los destellos del mundo antiguo lo abrasaban.

 

Capítulo 7



Es conveniente proporcionar aquí un mínimo de información sobre la historia y topografía de Járkov, a fin de seguir más fácilmente los movimientos de nuestros héroes en el tiempo y en el espacio.


«La gran ciudad del Sur», como la llama Bunin, se encuentra en Europa, en el extremo norte de la República Socialista Soviética de Ucrania, apenas a unos cien kilómetros de la frontera con la República Socialista Soviética de Rusia.

Fue fundada a finales del siglo XVI o a principios del XVII por los turbulentos cosacos que hacían de las suyas en todo el territorio entre el paralelo 50 (si contemplan un mapa, la ciudad se encuentra justo en esa línea) y el tibio mar Negro.


Desde la Gran Revolución de octubre hasta el año 1928 desempeñó la función de capital de Ucrania. Esos diez años bastaron para construir en ella varios monumentos arquitectónicos absurdos, que jamás habrían sido construidos si la ciudad no hubiera sido la capital.

En noviembre de 1930 tuvo lugar en ella el Congreso Internacional de Escritores Proletarios, en el que participaron, entre otros, Romain Rolland, Barbusse y Louis Aragon. En Járkov nació Tatlin, el célebre autor del proyecto de la torre de la Internacional, y también Uviedienski, el segundo poeta más conocido del grupo Obereu; así como Kosiguin, un personaje político de más bien poca envergadura.

Pero el orgullo y la fama de Jarkov son sus numerosas fábricas instaladas en la periferia. Járkov es un gigantesco centro industrial, podríamos decir que equivalente a lo que es Detroit en Estados Unidos.


La calle Súmskaia es la arteria principal de la ciudad, pero no por ser ni la más larga ni la más ancha ni estar más a la moda. Su popularidad se debe a su ubicación. La calle, que antiguamente era el camino que unía Járkov con Sumy — otra ciudad ucrania —, está situada en el corazón de la ciudad antigua, y en ella se encuentran los restaurantes, los cines y los organismos administrativos más importantes de Járkov. La Súmskaia comienza en la plaza Tevélev y sube hasta desembocar en la plaza Dzerzhinski.

Es en el número 19 de la plaza Tevélev donde viven confortablemente Anna Moiséievna Rubinshtein y su madre, y es ahí donde a comienzos del año 1965 se instaló nuestro protagonista, el «granuja» Edward Sávenko.

De las ventanas de la casa de la familia Rubinshtein se divisa la plaza Tevélev con el antiguo edificio de la Asamblea de la Nobleza, la esquina de la Súmskaia, el restaurante Teatralny y el Instituto de Ingeniería del Frío.


En la plaza Dzerzhinski se encuentra la sede del Comité Regional del Partido, un edificio de varias plantas con muchas columnas, de un color amarillo parecido al de los cuarteles. El perímetro de la plaza más grande de Europa cuenta, además, con otros conjuntos arquitectónicos no menos grandiosos pero sí menos poderosos: el hotel Járkov, de color ocre, que recuerda las pirámides de los aztecas, la Universidad, una copia reducida de la Universidad de Moscú, y, por último, la célebre maravilla, el GOSPROM, un edificio constructivista que parece una prisión y que no es más que una voluminosa y fea construcción de hormigón y cristal.


Entre estas dos plazas, Tevélev y Dzerzhinski, es donde suele transcurrir la vida de nuestro protagonista y de sus amigos. También en la calle Súmskaia están la Librería 41 y el Instituto de Teatro, con sus preciosas muñecas que salen a la calle durante el recreo, y la famosa fuente el Espejo de Agua, que no tiene nada de especial, pero que, pese a todo, ha sido inmortalizada en todas las tarjetas postales y en todas las guías turísticas de Járkov (en los archivos de la mamá de nuestro protagonista, Raísa Fiódorovna Sávenko, se encuentra la foto del pequeño Edward de ojos azules, vestido con pantalones cortos y chaqueta con cinturón, junto a la fuente del Espejo de Agua cuando tenía diez años).

Justo detrás del Espejo de Agua y del Instituto de Teatro, en la planta baja de un edificio de muchos pisos, se encuentra el Automat, un café que desempeña en Járkov el mismo papel que la Rotonde, La Closerie des Lilas o el café Flore en París. Para ser más exactos, equivale a estos tres cafés juntos (aquí al autor se le ocurrió una idea muy interesante: ¿no tendrá algo que ver con la apertura del Automat la explosión de la vida cultural de Járkov durante esos años, algo así como la revolución cultural jarkoviana?).

Pasado el Automat, al otro lado de la Súmskaia, justo frente a la estatua en honor del gran poeta y músico Kobzar Tarás Shevchenko levantada en el parque, se encuentra el Gastronom central, de gran importancia en la historia de Járkov de aquellos años, pues era allí donde los protagonistas de este libro compraban vino y vodca. Pasado el Gastronom, algo más arriba, siguiendo por la Súmskaia, está el edificio de dos pisos que alberga las redacciones de los periódicos Léninska Zmina y Socialistichna Jarovschina.


El parque Tarás Shevchenko comienza justo frente a la primera puerta del Automat si el caminante, claro está, sube por la Súmskaia desde la plaza Tevélev. En el parque, formado por varios kilómetros cuadrados de árboles y arbustos que se extienden hasta la Universidad de Járkov, se encuentran también el Zoológico (donde en este momento están Guénochka, Ed y Anna), el cine al aire libre, varios retretes públicos como bunkers (¡con magníficos cuadros murales!) y Kristal, el restaurante del padre de Guénochka.

Justo donde el parque topa de frente con el pavimento de la plaza Dzerzhinski se encuentra la Casa de los Pioneros, que parece contemplar respetuosamente y de reojo desde los matorrales el majestuoso edificio de estilo romano del Comité Regional del Partido.


En los barrancos que surcan la superficie del parque los jarkovitas apuestan importantes sumas de dinero a los juegos de azar. Como en todos los parques dignos de ese nombre, en el parque Shevchenko hay una fuente central, y, junto a ella, los días festivos una orquesta militar dirigida por un armenio ejecuta algunas marchas marciales. Los bigotes del director de la orquesta, grandes y tupidos como un cepillo, son famosos en toda la ciudad.


La calle Rymárskaia corre paralela a la Súmskaia; comienza prácticamente en la puerta de la casa de Anna Rubinshtein, de donde también nace, hacia abajo, la famosa cuesta Bursatski, en la cual, a mitad de camino hacia el mercado Blagoviéschenski, el más grande de la ciudad, situado al final de la cuesta, se levanta el edificio del antiguo seminario, hoy convertido en Instituto de Biblioteconomía. Este seminario es el descrito por el escritor Pomialovski en un libro que fue muy popular durante el siglo XIX: La vida en el seminario. Parece ser que las salvajes hordas de seminaristas saqueaban a los pacíficos comerciantes del mercado Blagoviéschenski.

También se dice que en los bancos de la cuesta Bursatski fue donde el gran Jlébnikov escribió su poema «Ladomir». Detrás de la Súmskaia, del mercado Blagoviéschenski y de la plaza Dzerzhinski se encuentran los barrios residenciales y, más allá, los barrios obreros. Pero éstos, por suerte, quedan fuera de los límites de esta narración.


* * *

«Raclas, locos y villanos» poblaban la ciudad en aquellos tiempos, según Jlébnikov. Racla es una palabra de Járkov, mejor dicho, de la cuesta Bursatski, que quiere decir granuja. El librero ambulante tiene la impresión de que, muchos años después, los raclas y los locos han reaparecido en Járkov. Los locos, seguro. Algo está ocurriendo en Járkov. Algo que el joven obligado a cargar con los pesados paquetes no logra comprender de manera satisfactoria.


* * *

— Ed, vamos a casa de Anna Rubinshtein. ¿Quieres venir con nosotros?— preguntó Motrich tras haber acarreado su carga a la Librería 41 y habérsela entregado a Lilia, que tenía prisa porque quería irse al teatro con su joven marido Álik. Así que la encargada, prescindiendo de hacer las cuentas, se limitó a guardar el dinero en la cuja después de haberlo metido en un sobre.


— Vale, de acuerdo — y era cierto que lo deseaba. Tal vez por primera vez en su vida el librero se relacionaba con la gente que realmente le interesaba. Un extraño sentimiento de tranquila satisfacción se apoderó de él.


— Pero tendremos que comprar algo para beber — según decía esto Motrich comenzó a hurgar en los bolsillos de su pelliza señorial sacando algunas monedas. Hacía tiempo que carecía de trabajo fijo, y Ed sabía perfectamente que Motrich no tenía dinero. La encargada, Lilia, ya había advertido en su momento al librero que no prestara nunca dinero a Motrich. Ni de su dinero, ni de la caja. «Incluso si te promete devolvértelo dentro de un par de horas, no se lo des. Volodia es un poeta genial, a lo mejor es por eso por lo que bebe tanto. Además, sería imposible cobrarle la deuda. No puedes andar cobrando deudas a un poeta genial. Recuérdalo: tú no tienes dinero para Motrich».


El librero aportó cinco rublos. Misha Básov ni siquiera hizo ademán de buscar dinero en sus bolsillos. Aparentemente nunca tenía. El librero, a quien todavía quedaban cien rublos de su última paga en la fundición y que tenía seis trajes en su casa de Saltovka, perdonó de buena gana al intelectual su engrandecedora pobreza.


La nieve, húmeda y espesa, barrida por las ráfagas de viento que venían de las calles perpendiculares a la Súmskaia, caía irregularmente sobre Járkov mientras Ed caminaba apresuradamente esforzándose por seguir los pasos del gigantesco Motrich, con su pelliza señorial, y del caballuno Básov, con su ligero abrigo de paño.

Tal vez la nieve que caía sobre los hombros y las cabezas de los jóvenes era la misma de «La barraca de feria» o de «Los doce» de Blok. La gorra negra georgiana y el abrigo de ratina negra del librero también se cubrieron de blanco, trayéndole el recuerdo del pequeño y valiente judío Mishka Kopisárov, que había querido ser más astuto que la vida y lo había pagado bien caro (antes de ofrecer a Ed trabajar juntos, le había regalado tres metros de ratina para un abrigo — a cincuenta y siete rublos el metro — ).


Una nieve simbolista cubría la ciudad de Vrúbel y Jlébnikov, de Tatlin y Uviedienski. Motrich y Misha Básov caminaban por ella hacia su presente, mientras que el librero ambulante, sin embargo, caminaba hacia su futuro. Y en el futuro le esperaba Anna Moiséievna Rubinshtein, esa «hija pródiga del pueblo judío», como de vez en cuando solía llamarse a sí misma, mujer predestinada a jugar un papel primordial en el destino de Edward Sávenko.

El antiguo fundidor, que no sabía con certeza lo que buscaba, eligió inconscientemente y a tientas a Anna para esta misión. Más adelante tal elección será denominada «destino», «fatalidad» o «suerte». Sin embargo, si recurrimos a una explicación menos romántica pero más real, podemos ver que el joven obrero lo que realmente deseaba era convertirse en un intelectual, llegar a ser poeta, aprender y conocer cada vez más y más. Y lo deseaba con toda su alma.

Tras haber leído una decena de páginas de La introducción al psicoanálisis, cogió un gran cuaderno y se dedicó a copiarlo, pues había comprendido lo extremadamente necesario que le era aquel libro. Por desgracia no tenía a su alcance otros medios de reproducirlo y quedarse con el libro de Mélejov no le era posible.

Pero Anna Moiséievna era un ejemplar irreproducible: había que apropiarse de ella.
Fue la propia Anna Moiséievna quien abrió la puerta a los empapados simbolistas, que llegaron con las botellas de oporto en los bolsillos.

Arrimadas a sus infiernillos, las mujeres en bata contemplaban espantadas desde el pasillo la invasión de los corpulentos decadentes. Mientras exclamaba «¡Ay, Vovka! ¡Misha!», Anna, que llevaba un pesado vestido del color de las hojas secas, encabezó la procesión en medio de los complicados olores de al menos una veintena de cenas, y los cuatro navegaron hasta la puerta del piso.

Anna dejó primero pasar al oscuro pasillo interior a los cuatro decadentes y luego, abriendo con dificultad la puerta de su habitación (a causa de los vestidos y el abrigo que tenía allí colgados), los hizo entrar. Sobre la mesa de juego (la misma donde el poeta escribirá su primera colección de poemas, La cocinera y El libro grande) había una vela encendida. De una estrecha cama de madera se levantó sonriendo la ancha boca de Vika Kulíguina, una amiga de Anna.


— ¿Quién es, Ániechka?— la puerta plegable que separaba la habitación grande de la de Anna se abrió, y apareció el cigarrillo de Tsilia Yákovlevna seguido de Tsilia Yákovlevna en persona —. ¡Ah… han llegado los poetas!— en aquellos tiempos, Tsilia Yákovlevna todavía se alegraba de sus visitas.

— ¡Buenas tardes, Tsilia Yákovlevna!— Básov, con gran sorpresa del librero, se abrió paso hasta la dama del cigarrillo, le tomó la mano con la suya todavía mojada y puso sus labios en ella. El librero no sabía entonces que Misha Básov, joven erudito a quien tenía por simbolista, era en realidad surrealista y que al besar la mano a las damas no hacía sino imitar al maestro André Breton. Nuestro vendedor ambulante de libros, que hasta entonces no había leído gran cosa, murmuró tímidamente: «¡Buenas tardes!»


— ¡Mamá! ¡Vete a tu habitación! ¡Ya es tarde para ti…!— cariñosamente, pero sin ceremonias, Anna echó a su madre de la habitación y encendió otra vela, que colocó en el alféizar de la ventana.

Mientras, al otro lado de los cristales, seguía cayendo la nieve, espesa y salvaje hasta un punto difícil de imaginar. Caía sobre la plaza Tevélev, sobre el edificio de la antigua Asamblea de la Nobleza, sobre el restaurante Teatralny, en la esquina de la plaza Tevélev y la calle Súmskaia, sobre los transeúntes con el cuello del abrigo alzado, sobre el anuncio rojo chillón «Aseguren su dinero en la Caja de Ahorros» — torpe producto de una arcaica agencia publicitaria que pendía no muy alto del cielo jarkoviano…


«¿Por qué nieva así hoy? ¿Habrá sucedido algo, y el presente se estará convirtiendo en futuro?» se preguntó el librero mientras miraba por la ventana y sintió miedo.
Por el verde barranco que rodea el merendero aparecen dos miembros más del glorioso grupo «SS»: Pol y Viktorushka. Este último lleva una ramita verde en su sombrero de paja. Guenka saluda a sus compañeros levantándose y dando órdenes a Dusia la camarera.


Cuando Ed se incorporó al grupo «SS», Pol y Viktorushka ya formaban parte de él. Guenka había conocido a Pol-Pável cuando trabajaba como verificador en la fábrica El Pistón.

¡Guenka en una fábrica! No resulta fácil imaginarse a Guenadi Serguéievich entre las máquinas herramientas y las aceitosas piezas de recambio. Ni con la bata azul ni con el cuaderno de notas del verificador. Sin embargo, el período El Pistón existe en su vida, y, por extraño que pueda parecer, Guenka se siente orgulloso de este capítulo laboral de su biografía. Su colocación, sin embargo, fue más bien prosaica: valiéndose de un amigo de su padre obtuvo el certificado de trabajo indispensable para matricularse en la Universidad.

Es posible que a Guenka el trabajo en la fábrica le pareciera una aventura exótica, y que, en ese sentido, las junglas metálicas de El Pistón le huyan gustado. A veces Ed ha escuchado los confusos pero apasionados recuerdos de los antiguos «SS» sobre el período legendario del nacimiento del grupo, cuando Pável Schmiétov trabajaba en el taller de fundición El Pistón, Fima ocupaba un puesto de ingeniero, Guenka verificaba las tareas y Vagrich Bajchanián escribía las consignas. De lo que no ha conseguido enterarse es de cómo se conocieron e iniciaron su amistad. Parece ser que fue el gordo francófilo Pol el que presentó Bajchanián a Guenadi.


Sonriendo con toda su enorma jeta, vestido con unos pantalones hechos por Monsieur Edward (así es como Pol llama a nuestro protagonista) que caen formando pliegues como los de un acordeón sobre sus botas, el ex marinero Pol, también conocido como Monsieur Bigudís (como lo bautizó Viktorushka a causa de su rizada melena castaña), se aproxima con sus andares nada soviéticos al merendero. Viktor, sin embargo, un germanófilo seco y compacto, camina tras él como un muñeco mecánico.

Ambos han conseguido responder exactamente a las imágenes que quieren representar. Monsieur Bigudís se las ha arreglado para aprender francés con un acento perfecto sin haber puesto jamás los pies en tierra francesa. Se pasó los cuatro años de servicio militar en la marina empollando métodos y diccionarios, y luego se dedicó a practicar y a corregir el acento con los franceses repatriados.

Pável nació y creció en Tiurenka, un pueblecito de los alrededores de Járkov. Cuando terminó el servicio militar en la marina, regresó a Tiurenka a casa de sus padres, esos «plebeyos», como él los llama con desprecio avergonzándose de esos semicampesinos de Tiurenka que no hablan ni una pizca de francés. Hace un año Monsieur Bigudís se casó con una chica apodada Záichik que vivía en el centro y se fue a vivir con ella y con su madre (como nuestro protagonista principal: ¡observen la tendencia de los jóvenes de provincia a radicarse en el centro!). Ya hace casi dos años que Ed conoce a Pol-Pável, pero es ahora cuando acaban de descubrir que tienen viejos amigos comunes. Resulta que Pol solía visitar a la familia Vishnievski, repatriada de Francia, con cuya hija menor, Asia (o, también, Liza), había mantenido amistad el adolescente Sávenko. En realidad, no tiene nada de sorprendente, pues Pol vivía en Tiurenka, y Ed y Asia justo al lado, en el pueblo de Saltovka. Hurgando en la memoria, lo cual siempre suele recompensar con algún descubrimiento, Ed se acordó de una escena en la playa Zhuravliovski el año 1958. Un día los semidesnudos chavales de Tiurenka le señalaron a un barbudo fortachón que corría por la playa bajo el cielo encapotado con unas enormes pesas en las manos y le dijeron: «Es nuestro marinero Póliushko, que acaba de volver de la marina. Es fuerte como un toro y chapurrea el francés, pero le falla algo». El gitano Kolia se llevó entonces el dedo a la sien, girándolo. Con aquello daba a entender que el marinero era algo raro, tal vez un chiflado. En Tiurenka se aprecia a los forzudos pero no a los chiflados. Así fue como Monsieur Edward vio por primera vez a Monsieur Bigudís nueve años atrás.


Ver ante todo la primera página (muy completa) de este sitio web en español:

http://www.tout-sur-limonov.fr/334947290