P. En varias de sus novelas, incluida "Historia de un servidor", usted ha retratado con mucha dureza Nueva York. ¿Cómo definiría
esa ciudad?
R. Un decorado de película de Mad Max, una jungla fascinante donde cohabitan, cada cual en su rincón, las personas más ricas
y las más pobres del planeta.
P. ¿Qué motivos le
trajeron a París?
R. El azar. En 1976 escribí en Nueva York mi primera novela, "El
poeta ruso prefiere a los grandes negros" ("Soy Yo, Edichka" - Ediciones Marbot (2014), y durante cuatro años no le encontré ningún
editor norteamericano.
Los editores norteamericanos pretendían que yo escribiera como el buen exiliado ruso en Occidente, querían que me centrara en la crítica del universo
totalitario soviético. Pero yo me negaba a desempenar ese papel; yo quería ser como todo el mundo: un miembro enloquecido de la sociedad occÍdental.
Entonces se interesó
en mi obra el editor francés Jean-Jacques Pauvert, el hombre que había publicado, entre otros, a Georges Bataille, el marqués de Sade, la antología del humor negro...
P. No es de extrañar, puesto que algunos de sus libros parecen encuadernados con esperma. ¿Estaba usted en Moscú al corriente de la moderna literatura maldita
occidental?
R. No. Tan sólo conocía algunos nombres, los del marqués de Sade, Henry Miller o Jean Genet. Pero no sus obras que estaban
prohibidas. Esa literatura constituía para mí una leyenda.
Apátrida
P.
Volvamos a París. Supongo que me iba a decir que Pauvert fue el motivo que en 1980 le trajo a esta ciudad.
R.
Exacto.
P. Pero una vez aquí, usted comenzó a batallar por obtener la nacionalidad francesa, y a final
la obtuvo. ¿Por qué?
R. Porque no tenía ninguna. Desde la salida de Moscú me había convertido en un apátrida,
lo cual está muy bien desde el punto de vista estético, pero es francamente engorroso si pretendes viajar por el mundo.
P.
¿Le gusta París?
R. Yo me considero parisiense, pero sobre todo vecino de mi distrito, el tercero. Odio los barrios burgueses de París
y también sus suburbios. En cambio, me gusta este tipo de barrios populares, donde la gente se saluda por sus nombres en los cafés. Aquí la gente no se llama por teléfono, ni tampoco se visita. Se grita de un lado a otro de la calle,
como en los países del Este. También me encanta la mezcla de gentes del tercer distrito. En mi Finca vivimos un escritor ruso, un matrimonio de trabajadores negros con sus tres hijos, un enseñante francés con una chica coreana...
Y abajo hay un taller de cuero y una boutique de ropa barata.
P. Usted es de los pocos escritores rusos que han
abordado sin tapujos el sexo. ¿Por qué no existe una tradición erótica en la literatura rusa?
R. Los viejos cuentos populares
rusos son tan obscenos que pueden hacer enrojecer al vigilante de un burdel. Pero, a diferencia de Francia, esa tradición verbal no ha pasado masivamente a la literatura rusa.
P.
¿Y usted por qué ha dado ese salto?
R. Porque la escritura y el sexo son los dos únicos
terrenos en los que con un poco de valor el ser humano puede aún realizarse más o menos libremente. Y si van juntos, tanto mejor.
P.
¿Ha vuelto alguna vez a la URSS?
R. Dos veces. La última, invitado por la televisión soviética. Aquello es una tragedia. El
Estado soviético se muere a chorros. Yo comprendo perfectamente que los occidentales estén encantados con Gorbachov, pero para nuestro pueblo, sus ambigüedades y contradicciones son una calamidad. Ahora lo que reina en la URSS es un capitalismo
salvaje, incontrolado.
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29
de junio del 1991
(pocos meses antes de la caída de la Unión Soviética)